Uno de los errores más comunes cuando se habla del antiguo Egipto es el de tomar los nombres extranjeros o traducirlos de forma incorrecta al idioma que deseamos.
En primer lugar, hay que especificar lo que es la transliteración: el proceso de representar los signos de un sistema de escritura con los signos de otro, de tal modo que el lector pueda recuperar la grafía original de una palabra, aunque se desconozca el idioma original. Por otro lado, está la transcripción, que es la aproximación del sonido original a la palabra adaptada, pero no necesariamente su ortografía original. La transcripción no tiene por qué reproducir fielmente la grafía original de la palabra.
Para verlo claramente nada mejor que un par de ejemplos. El romaji, o la utilización de alfabeto occidental para escribir el japonés, es transliteración. En el tema que nos ocupa la transliteración de los jeroglíficos es el proceso que permite, usando letras que entendemos, traspasar los textos sin perder su significado original.
No obstante, nos vamos a centrar más en la transcripción que es donde se dan los errores más graves ya que la transliteración no deja de ser una herramienta para arqueólogos y estudiosos que apenas influye en la cultura popular.
El mayor problema que encontramos a la hora de transcribir la lengua del antiguo Egipto es que se trata de una lengua muerta desde hace muchos siglos por lo que no hay nadie que la hable, haya hablado o pueda comunicar o explicar cómo se pronunciaban las palabras y los caracteres concretos de la lengua. Hay que sumar esta complicación el hecho de que la lengua de Kemet es un idioma englobado dentro de las lenguas semíticas por lo que carecía de vocales a la hora de plasmarse por escrito. Esto dificulta enormemente la tarea de descifrar cómo se pronuncian las palabras por el mero hecho de que las encontramos incompletas.
Para paliar estas situaciones se ha optado por varios métodos. Por un lado, se utiliza como base la última forma de la lengua conocida, en este caso el copto, y por otro lado a través de la comparación con otras lenguas contemporáneas del antiguo egipcio en las que se han traducido textos (el griego, por ejemplo).
Tomando esta base podríamos establecer que es imposible conocer la pronunciación de la lengua de Kemet y que, como mucho, podemos aproximarnos a cómo sonaba.
A partir de ahí veremos qué métodos específicos se han utilizado, y están consensuados, para tratar de aproximarse al sonido de la lengua egipcia.
Han existido muchos métodos de transliteración, desde el primero utilizado por Wallis Budge a finales del siglo XIX hasta la actualidad, pero el que ha gozado de mayor consenso y se utiliza en la egiptología moderna es el de Sir Alan Gardiner.
Sin embargo, esta variedad de sistemas supone que no todos los egiptólogos ni todos los países adoptan los mismos métodos para transcribir, a lo que hay que sumar las características propias de cada idioma al que se quiere transcribir.
Comúnmente hay dos sistemas mayoritarios conocidos como el tradicional o británico y el europeo o germano.
A todo este lío hay que sumar la llegada de la informática a la egiptología y la imposibilidad de transcribir los caracteres egipcios en los equipos modernos. Esto se subsanó con la creación de diversas fuentes y sistemas que permitían representar estos caracteres especiales en cualquier equipo informático.
Con toda esta información es fácil preguntarse cómo debemos escribir y pronunciar ciertos nombres egipcios, de dioses, reyes o localidades. A la primera conclusión a la que hemos llegado es que es imposible saber a ciencia cierta cómo se pronunciaban por lo que debemos intentar aproximarnos lo máximo posible. Además, tenemos el hándicap de que el idioma egipcio no fue algo estático y sin evolución. Hablamos de una cultura que se desarrolló a lo largo de casi 3000 años por lo que es impensable considerar que durante todo ese periodo de tiempo el lenguaje no evolucionó, aparecieron modismos, expresiones coloquiales, dialectos según la región y época, etc. Es cierto que los nombres de dioses, reyes o ciudades debían permanecer inalterados pues no son palabras propias del idioma, aunque tengan raíces y significado como palabras autónomas los nombres son palabras por si mismas sin significación especial.
Por si todo esto parce poco complicado tenemos que sumar un nuevo problema a la hora de hablar de estos nombres de dioses, reyes y localidades y es la influencia lingüística que han tenido otros idiomas en los nombres originales.
Hoy día todo el mundo ha oído hablar de Horus, Ra, Isis o Anubis, pero son pocos los que saben que esos nombres no solo no son los auténticos, sino que poco tienen que ver en muchos casos con la pronunciación original. Esto se debe a varios motivos. Primero, por la influencia extranjera en Kemet (Antiguo Egipto). Tras un periodo, con irregularidades, de casi tres mil años de cultura continuada, los extranjeros fueron llegando al país: asiáticos, griegos y romanos entre otros, adaptando y modificando los nombres a su propia lengua. Los que más influencia tuvieron de todos fueron los griegos que cambiaron por completo los nombres de dioses y ciudades a grafías y pronunciaciones propias de su lengua.
De esta forma, Anubis por ejemplo, es la transcripción que hicieron los griegos del nombre original Inpu. Por otro lado, tenemos que cuando comenzó la arqueología, se buscó un método para poder pronunciar y adaptar las grafías de Kemet a los lenguajes modernos. Debido a que los primeros y más famosos arqueólogos eran ingleses o franceses, se molestaron en adaptar la lengua a la suya propia, pero otros países, entre ellos España, no se tomaron la molestia de adaptarlo a la suya, a los sonidos y articulaciones propios de nuestra lengua, sino que cogieron las transcripciones inglesas o francesas y las pronunciaron a la manera española.
Así, tenemos palabras como la transcripción ankh, que en español es fácil caer en el error y pronunciar como “ank” en lugar de anj que es el sonido que corresponde en español a la transcripción ankh. De la misma manera sucede con cientos de vocablos que no solo ya están afectados por la influencia griega destruyendo sus nombres y pronunciaciones originales, sino que encima tienen que verse las caras con la vagancia de ciertas lenguas en intentar adaptar sus sonidos. Ankh es una buena transcripción para las lenguas inglesa y francesa ya que un hablante de ese idioma al ver escrita así esa palabra la va a pronunciar como anj al ser el sonido kh aspirado en su idioma. Sin embargo, en el español la hache es muda y la k se pronuncia, dando lugar a esa inexacta y horrible pronunciación de ank en lugar de anj como debería haberse transcrito en primer lugar. Un entendido en la materia verá escrito ankh y pronunciará anj, pero de cara al neófito y al curioso el hecho de mantener la forma escrita original de ankh no hace más que dificultar la pronunciación de la misma.
¿Quiere decir todo esto que utilizar el nombre de Horus es incorrecto? No, al ser el nombre comúnmente aceptado hoy en día y utilizado tanto en la arqueología como en la egiptología. Sin embargo, si es un nombre inadecuado pues no es el original del dios ni refleja la pronunciación que tenía en Kemet sino que nos remite a una palabra griega. Lo mismo sucede en la actualidad cuando intentamos adaptar nombres propios a cada lengua. Una ciudad italiana como Torino, cuyo nombre debería mantenerse independientemente de la lengua utilizada como sucede con los nombres propios, es llamada Turín es español o un país como Deutschland es conocido como Alemania en español o Germany en inglés, palabras que no tienen nada que ver con la original pero que son las comúnmente aceptadas a nivel internacional. Lo mismo sucede con los nombres egipcios.
Bibliografía:
Faulkner, Raimond O. A Concise Dictionary of Middle Egyptian. Oxford : Griffith Institute, 1991.
Sanchez Rodriguez, Ángel. Diccionario de jeroglíficos egipcios. Editorial Aldebaran. 2013.
Allen, James P. Egyptian Grammar. An introduction to the language and culture of the hieroglyphs. Cambridge : Cambridge University Press, 2010.
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